Los
aborígenes alcanzaron las costas de Australia antes de que la humanidad
dominase el arte de la navegación
A partir
del siglo XVIII se enfrentaron a un intento de genocidio sistemático por el que
el Gobierno australiano pidió perdón en 2008
Una gran
exposición en el Museo Británico de Londres recupera una cultura que ha logrado
mantenerse viva durante 50.000 años
Kungkarangkalpa. Obra contemporánea, realizada por un
grupo de artistas en 2013, que refleja una de las canciones mágicas que relató
Bruce Chatwin en su libro 'Los trazos de la canción'. / the artists, courtesy
spinifex arts project.
La presencia de los aborígenes en Australia
es tal vez el mayor ejemplo de la capacidad de adaptación y de supervivencia de
la especie humana. Primero, porque están en un lugar al que, en teoría, no
podían llegar: los primeros pobladores humanos alcanzaron las costas de la
inmensa isla continente por mar mucho antes de que, según los registros
arqueológicos, la humanidad dominase el arte de la navegación. Sin embargo, Australia siempre ha sido una isla y sus
habitantes primigenios tuvieron que subirse a alguna forma de embarcación para
alcanzar sus costas. Tras colonizar un continente gigantesco, con una
naturaleza inhóspita, los aborígenes se enfrentaron desde 1770 a un intento de
genocidio tan brutal que el Gobierno australiano pidió perdón en 2008 no solo
por las atrocidades cometidas en los siglos XVIII y XIX, cuando eran cazados
como animales (literalmente), sino por los crímenes de los años sesenta del
siglo pasado, como la generación robada (niños aborígenes entregados a familias
blancas). Los problemas de alcoholismo, paro y marginación son muy superiores a
los del resto de los australianos. Pero siguen ahí, dando sentido a la tierra
que habitan, representantes vivos de la cultura continua más antigua de la
humanidad, a la que desde el 23 de abril el British Museum
de Londres dedica la exposición más importante que se ha celebrado
sobre ellos fuera de Australia.
La muestra, que podrá verse hasta agosto, reúne piezas
de diferentes épocas, pero lo esencial es que se trata de un arte vivo, porque
encarna una cultura que, en medio de inmensas dificultades, ha logrado
mantenerse durante 50.000 años. Los visitantes pueden contemplar piezas nuevas
y antiguas, pero para sus autores están unidas a través de una cultura en la
que el tiempo es horizontal, no vertical como la nuestra. Los trazos de la
canción, que Bruce Chatwin relató en su libro del mismo
título, eran los caminos invisibles que los australianos originales utilizaban
para moverse por ese inmenso territorio, pero también pueden servir como metáfora
de los senderos que unen el pasado con el presente, una pintura rupestre con un
lienzo que alcanza un precio desorbitado en una subasta. “La muestra es un
intento de contar esta extraordinaria historia, la más antigua en la humanidad,
desde un nuevo punto de vista”, ha dicho el director del British Museum, Neil
McGregor.
Bruce Chatwin describió los trazos
de la canción, caminos invisibles que recorren Australia y que unen el pasado
con el presente de los aborígenes
El conservador de las galerías de Australia y Oceanía
de este museo, Gary Sculthorpe, comisario de la exposición en la que ha
estado trabajando durante cuatro años en coordinación con representantes
aborígenes, explica el difícil equilibrio al que se ha enfrentado para
organizar la muestra, entre lo viejo y lo nuevo, entre la tragedia y la
belleza. “Algunos momentos de la historia de Australia son muy difíciles y creo
que los australianos están intentando lidiar con ellos. Solo se puede seguir
adelante si eres consciente de lo ocurrido. No es una historia simple. Hay
muchos matices en los diferentes momentos de la historia de Australia y espero
que la exposición sea capaz de explicarlos. Aunque es una muestra artística, es
esencialmente una exposición sobre cultura e historia indígena”.
En su libro En las antípodas, el gran Bill Bryson resume así el principio de
este fascinante relato: “Uno de los acontecimientos más trascendentales de la
historia de la humanidad tuvo lugar en una época que probablemente no se
conocerá nunca, por razones que solo podemos imaginar y con medios que son
difíciles de creer. Me refiero a la aparición del hombre en Australia”. El gran
escritor de viajes explica que, a principios del siglo XX, se creía que
llevaban unos 400 años en el continente y en los cincuenta se pensaba que unos
8.000. Hasta que, en 1969, un geólogo se topó en el lago Mungo con los restos
de una mujer que databan de hace 23.000 años. Actualmente la mayoría de los
científicos cree que la colonización humana de la isla empezó hace 50.000 años,
incluso 60.000 (los bisontes de Altamira se pintaron hace unos 15.000). Algunas
teorías indican que los pobladores humanos pudieron llegar a través de lenguas
de tierra, en algún momento de aguas bajas durante periodos glaciales. Pero
incluso cuando era un megacontinente unido a Papúa Nueva Guinea llamado Sahul,
Australia siempre estuvo rodeada por agua. También se han hecho cálculos para
demostrar que, con solo cinco o seis parejas que hubiesen llegado allí por
casualidad, se podría haber poblado el continente a lo largo de los siglos. Lo
que es cierto es que desarrollaron una cultura sin tradición escrita, que ha
llegado hasta nosotros a través de la palabra oral y el arte, que aparece desde
en los dibujos de sus bumeranes hasta en cuevas o lienzos.
Como ocurre en la actualidad, la mayoría de los
habitantes originales de Australia (entre 300.000 y 1.000.000, una horquilla
que demuestra nuestro pobre conocimiento de aquellos tiempos) se concentraban
en la costa, aunque existían también poblaciones de cazadores recolectores en
el desierto (la última tribu aislada fue contactada en 1984). Actualmente, los
aborígenes representan menos del 3% de los 23 millones de australianos. La
llegada de la expedición inglesa del capitán Cook en 1770 y la posterior
colonización de la isla con convictos –llevar a presos, en su mayoría
robamanzanas, al otro lado del mundo parece disparatado aunque tenía su lógica:
librar a Inglaterra de los que entonces se consideraban indeseables– supuso un
trauma de consecuencias inimaginables, como ocurrió con los habitantes
originales de América. Sin embargo, ese cataclismo no rompió la línea del
tiempo.
Pintura sobre corcho anterior a 1961. Proviene de
Arnhem, una región del norte de Australia conocida por su arte. / The trustees
of the British Museum
Bruce Chatwin narró esa unión mágica en su clásico de
la literatura de viajes, Los trazos de la canción, un libro sobre el
sueño que une a los primeros australianos con su tierra. Así describe Chatwin
esa red de caminos, canciones y leyendas que en abril va a llegar hasta
Londres: “Senderos invisibles discurren por toda Australia. Los europeos los
llaman ‘huellas de ensueño’ o ‘trazos de la canción’, en tanto que los
aborígenes los denominan ‘pisadas de los antepasados’ o ‘camino de la ley’. Los
mitos aborígenes de la creación hablan de los seres totémicos legendarios que
deambularon por el continente en el tiempo del ensueño, cantando el nombre de
todo lo que se les cruzaba por delante y dando vida al mundo con su canción”.
El hecho de que se trate de arte vivo convierte a esta
muestra en un acontecimiento muy especial: el museo no alberga el pasado de
Australia, sino esa mezcla de tiempos y espacios que los aborígenes han logrado
mantener durante milenios. Pero esto también ha provocado cierta polémica en el
país, ya que la exposición viajará luego al Museo Nacional de Australia (MNA), en Canberra,
y, con ella, piezas que fueron recogidas por los primeros invasores británicos
y que nunca han vuelto desde 1770. No se trata solo de su valor artístico y de
su excepcionalidad –un incendio destruyó el primer MNA en 1882, con lo que la
mayoría de los objetos anteriores a la conquista se perdieron–, sino de su
valor real, de su conexión con el sueño y las canciones invisibles de los
aborígenes. El director de este museo, Matthew Trinca, señaló al diario The
Australian: “Se está produciendo un debate nacional sobre lo que esas
piezas representan, qué significado tienen para los australianos y el papel que
pueden tener para conectar a los diferentes pueblos con lo que son, en muchos
casos, las primeras piezas originadas por sus comunidades”. La asesora del
Museo Nacional de Australia Henrietta Fourmille Marrie, aborigen del pueblo de
Yidinji, aseguró al mismo diario: “¿Por qué guarda el Museo Británico esas
piezas? No tienen relevancia para ellos como pueblo, no tienen relevancia para
su cultura”. Entre esas piezas polémicas se encuentra un escudo recogido por
las huestes del capitán Cook en Botany Bay, el lugar del desembarco,
actualmente en los suburbios de Sídney.
También podrá verse en Londres una de las obras
maestras del arte aborigen contemporáneo (aunque esa palabra no tenga sentido
en su cultura), Yumari, de Uta Uta Tjangala (1926-1990). Fue uno de los
primeros artistas que comenzaron a trasladar las esculturas de arena, los
dibujos en cuevas y la pintura corporal a lienzos en los años setenta en
Papunya, un asentamiento a 240 kilómetros de Alice Springs, en el inmenso y
vacío Territorio del Norte que ocupa gran parte del desierto que se extiende en
el centro de la isla. Así empezó una revolución del arte aborigen que ha
llevado sus creaciones a las galerías y museos de medio mundo.
Los aborígenes desarrollaron una
cultura sin tradición escrita, basada en el arte y en la palabra oral, que ha
sobrevivido miles de años
Yumari es, además, la marca de agua de los
pasaportes australianos actuales, aunque este reconocimiento no puede camuflar
una relación marcada por la brutalidad, la exterminación y la ignorancia hasta
bien entrado el siglo XX. Antes de la llegada de los europeos, se hablaban
entre 250 y 300 lenguas y unos 600 dialectos. Muchas de ellas se están
perdiendo. Hasta 1967, los aborígenes no fueron incluidos en el censo, no
existían como ciudadanos ni casi como seres humanos. Actualmente, la mitad vive
en ciudades, muchas veces en condiciones terribles de marginación y con un
desempleo muy superior al del resto de los australianos (en algunas comunidades
es hasta cinco veces más). En muchos de los territorios cedidos por el Gobierno
se ha implantado la ley seca ante los problemas de alcoholismo. Recuerdo una
imagen en Adelaida, en el sur de Australia, cuando me topé con un grupo de
aborígenes completamente alcoholizados, vagando por el centro de la ciudad,
donde vivían como indigentes. Llovía torrencialmente y un contundente viento
barría la noche al final del invierno austral. Las calles estaban desiertas,
salvo ellos. Unas horas antes había visitado un importante centro cultural
dedicado a las culturas primigenias y, por primera vez, había visto en directo,
a través de varias piezas, esa unión entre el pasado y el presente. Al toparme
poco después con el grupo, comprendí también hasta qué punto su destino había
sido terrible desde la llegada de los blancos, un periodo que corresponde a menos
del 1% del tiempo que llevan en Australia.
Durante las primeras décadas de la conquista las
matanzas fueron constantes y, casi siempre, quedaron impunes. Miles de
aborígenes murieron al contraer enfermedades frente a las que no tenían ninguna
protección. En los años sesenta, comenzó a cambiar la percepción de los
australianos primigenios y con ello las leyes. Sin embargo, hasta los setenta
no se cerró uno de los capítulos más siniestros de la historia reciente de
Australia: las generaciones robadas, niños arrancados por la fuerza a sus
familias y que acabaron a veces en instituciones públicas en las que fueron
sometidos a abusos. En 1997 se publicó un demoledor informe oficial, Bringing
them home (devolviéndoles a casa), que reconocía que afectó a unos 100.000
niños, un número escalofriante. En 2008, ante el Parlamento de Canberra, el
primer ministro australiano, Kevin Rudd, manifestó el perdón de toda una
nación. “Hoy rendimos homenaje a los pueblos indígenas de esta tierra, las
culturas continuas más antiguas de la tierra”, dijo Rudd, quien pidió
expresamente disculpas “por el dolor, el sufrimiento y las heridas de esas
generaciones robadas, sus descendientes y sus familias”.
Retrato del capitán Cook, el marino británico que
llegó a las costas de Australia en 1770 por el joven artista aborigen Vincent
Namatjira (Alice Springs, 1983).
Los aborígenes se instalaron y prosperaron en un
territorio increíblemente inhóspito. Como no para de recordar Bill Bryson en su
libro, Australia alberga más animales venenosos que ningún otro lugar en la
tierra: serpientes taipán, pulpos de anillas azules, medusas de todos los
tamaños y venenos… Aunque en tierra no hay grandes carnívoros, en el mar están
los tiburones y, sobre todo, los cocodrilos de agua salada, unos feroces y
gigantescos reptiles supervivientes de la era de los dinosaurios. Michael
Finkel relata en un reportaje en National Geographic: “Cualquier
criatura del bush (es como se conoce a las zonas de matorral bajo que
ocupan gran parte de la isla) quiere envenenarte: serpientes, arañas. En el
norte, están los cocodrilos de agua salada, conocidos como salties, que
pueden alcanzar los diez metros. Durante mi estancia en el bush, dos
niños fueron devorados por los salties. Expresé mi dolor, pero se
mostraron impasibles: esas cosas pasan”. Esa reacción refleja una profunda
unión con la tierra, para bien o para mal, es quizá la representación más
extrema de esa canción que contó Bruce Chatwin. El arte aborigen se funde con
su tierra, celebra la capacidad de resistencia de un pueblo a la vez que narra
su tragedia. Pero es sobre todo una cultura sobre la vida, capaz de recorrer
50.000 años desde un pasado inexistente hasta un presente de lucha constante.
‘Indigenous Australia’. The
British Museum, Londres, hasta el 2 de agosto. A finales de 2015, podrá verse
en el Museo Nacional de Australia en Canberra.
Vía: El País, 01/05/2014
F:http://elpais.com/elpais/2015/04/23/eps/1429801945_185415.html
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